Ruggierito, el pistolero de Avellaneda que el tango inmortalizó

    Era el principal guardaespaldas del caudillo conservador Alberto Barceló, quien fuera el hombre fuerte de Avellaneda durante décadas. Juan Nicolás Ruggiero, “Ruggierito”, murió acribillado en una emboscada en octubre de 1933. Sus "hazañas" fueron plasmadas en "Sangre Maleva", tango habitual en el repertorio del maestro Alfredo de Angelis.

    Policiales07/08/2021télamtélam
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    Transcurría el atardecer del 21 de octubre de 1933. Y él acababa de ganar una fuerte suma en el Hipódromo de La Plata sin suponer que aquel no sería su día de suerte. Era nada menos que el ladero, guardaespaldas y mano derecha del caudillo conservador –y eterno intendente– de Avellaneda, don Alberto Abel Barceló. Su nombre: Juan Nicolás Ruggiero, pero se lo llamaba “Ruggierito”.

    Ya al caer la noche de ese sábado pasó por su casa para cambiar el traje de lino blanco por otro oscuro, que adornó con una rastra criolla. Después se hizo trasladar en su Cadillac a lo de Elisa Vecino, una morocha de 25 años que lo recibía en su alcoba.

    Ella residía en la calle Dorrego al 2000, del barrio de Crucecita. A las 22:30, la pareja conversaba en la vereda con Ana Gallino; al rato, se les sumó su esposo, Héctor Moretti, un simpático pistolero con quien Ruggierito tenía amistad. En tanto, su chofer, apodado Joselito, dormitaba en el Cadillac. Hasta que el estampido de una 45 lo arrancó del sueño.

    Entonces, vio de refilón dos imágenes: su patrón al caer en los brazos de Moretti y, luego, al girar los ojos, un sujeto que corría hacia la esquina, Allí lo esperaba un Chrysler negro con el motor en marcha. El vehículo partió a toda velocidad.

    A partir de ese momento, los acontecimientos se tornaron vertiginosos. Moretti hizo unos disparos, mientras apoyaba al moribundo sobre el regazo de Elisa. Y saltó al estribo del Cadillac, que arrancó con un chirrido escalofriante. Moretti siguió disparando. Desde el Chrysler le tiraban a él.

    Elisa, esforzándose en contener sus lágrimas, sostenía entre las manos la cabeza de Ruggierito. Y él, tal vez presintiendo que la vida se le cortaba, miró a su alrededor. Dibujó una sonrisa. Quiso hablar. Pero de su boca solo salió un sonido débil, imperceptible.

    Y cerró los ojos.

    Fue cuando el Cadillac regresó por una calle lateral. La carrocería lucía huellas de balas. Casi sin frenar, Ruggierito fue cargado en el asiento trasero, antes de que el chofer enfilara hacia el sur, en dirección al Hospital Fiorito. En algún punto del trayecto el herido exhaló su último suspiro.

    Al comenzar la madrugada del domingo, su cuerpo desnudo yacía sobre una mesada de mármol, en la morgue del nosocomio. Un pequeño agujero rojo le adornaba el tórax. Junto a él, un hombre no disimulaba su pesadumbre. Era su amigo, el comisario Esteban Habiague.

    Al rato, llegó allí Barceló con una docena de custodios. Habiague lo vio entrar a la morgue con la mirada húmeda.

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