El último habitante de Quiñihual: “El silencio es bienestar, alivio y tranquilidad”

Pedro Meier vive con sus dos perros y solo tiene señal de celular en la cocina. Es el único habitante de un pueblo que quedó vacío por la desaparición del ferrocarril y al que llegó hace más de medio siglo, cuando la pulpería en la que hoy recibe a puesteros, vecinos y curiosos “parecía un supermercado”. La soledad, el trabajo en el campo y los sueños de un hombre cuya historia es también metáfora de todos los demás.

21 de agosto de 2021 télam télam
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El cartel de las estación de trenes es un rectángulo oxidado con letras apenas legibles que hace ya demasiado tiempo fueron blancas: Quiñihual. Solo quedan tres puertas altas y cerradas, un techo colorado que termina en un alero que nadie usará para guareserse, un aviso que anuncia algún proyecto cultural. Por allí, alguna vez, pasó el tren. En ese lugar hubo voces, abrazos, uno que otro paso cansino.

Quiñinual es hoy un pueblo fantasma. Podría decirse también que es un paraje sin vida sino fuera porque justo enfrente de la estación está el almacen de ramos generales, y que allí vive Pedro Meier, el único habitante de aquella aldea que supo tener un cacique y la prosperidad del ferrocarril, la hacienda y una escuela, una canchita de fútbol y toneles con vino que llegaban desde Mendoza.

“En el paraje El Triunfo, a 17 kilómetros de acá, mi padre y mis tíos tenían campos. Cuando vendieron mi padre compró, en 1964, el almacen con 100 héctareas al fondo. Yo tenía 7 años y desde entonces vivo aquí. Pero ahora lo hago solo, ya que soy el último habitante que quedó en el pueblo”, cuenta Pedro a Télam con voz queda pero animada.

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